sábado, 17 de noviembre de 2012

Aguja


Sintió una mano suave rozar la suya. En un instante, el contacto había cesado.

“Ah, perdón.” se disculpó Halita.

“Ah, no, perdóname a mí.” susurró Oro.

Siguieron caminando entre el grupo.

Que pase de nuevo… Pensó Oro. No pasaría. Pero le gustaba imaginar.

Le gustaba imaginar que Halita la quería. A veces hasta soñaba con eso. Pero Halita no la querría, y ella entendía. Así que seguía imaginando, soñando despierta con los ojos brillantes de la chica de sus sueños.

Un clavo no saca otro clavo, Oro había aprendido eso por las malas. A pesar de todo lo que había intentado, Halita era una aguja con hilo de sal, y ella la pobre paciente. Las heridas nunca cerraban, pero el ardor la hacía sonreír de todos modos.

Quemaba como la había quemado Azufre, sin una sola palabra ardía, deshacía, carcomía. Quizás para ella, eran la misma. Porque a la larga la piel, los ojos y el cabello se desvanecían en su recuerdo, quedando sólo un esqueleto de mujer pintado de mala suerte.

“Ah, perdón.” se disculpó Halita de nuevo. Oro respondió con una sonrisa.

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