martes, 8 de octubre de 2013

Mariana

Cómo has cambiado, Mariana. Ganaste de harta lo que perdiste de dulce, de fuerte lo que perdiste de bella, y de sabia lo que perdiste de ágil. ¿Por qué cambiaste, Mariana?
Estás enferma. Tu columna se pudre y tu sangre se estanca. No llegas a los treinta, pero tu mirada conoce más tiempo y dolor que cualquiera. Y tu marido nunca lo supo.
Te cansaste de sonreír. De sus manos en tu cuerpo y de fingir paz en silencio. De mirar a un lado mientras te usaba, como una muñeca. De fingir no saber lo que quería cada vez, de sonar inocente, limpia. De sentirte sucia a su gusto, vómito blanco derramándose por tu entrepierna oscura mientras lo veías vestirse. De oírlo pensar puta cada vez que creía que lo disfrutabas. De olerlo volver de una puta por la noche y quedarte en silencio para complacerlo. De convencerte que la próxima vez sí quedarás embarazada, así no es pecado.
Te cansaste más cuando al fin pudiste ir al hospital, cuando él al fin aceptó. Te cansó escuchar las palabras de la enfermera que leía los apuntes de algún doctor con demasiados pacientes en sus manos.
“VIH.”
Te cansó el silencio que guardaste. No se lo mencionaste porque sabías cuál sería su reacción. Eres una puta asquerosa, te has acostado con cualquiera, ¡lesbiana!¡Sidosa! Aunque siempre habías sido fiel.
Más te cansaste en medio de la noche. Te despertó el dolor y la angustia, el asco y la náusea, y sabías que algo había cambiado.
Te levantaste en silencio y prendiste una vela.
“Discúlpame, virgencita.” Suplicaste posando la vela al lado de la estera que tenías por pared.
Huiste con el olor del fuego y una hija recién concebida, a curar bien las cicatrices del odio de los hombres y a asegurar que ella no recibiera las mismas.

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