El
carro viejo en el que nos llevaban apestaba a desinfectante, y a algo más que
no reconocía. Doce personas iban en el pequeño vehículo mediocre, y los que
manejaban. Se decían doctores, pero tenían voces de verdugos sonrientes. No les
veíamos las caras, llevaban siempre
máscaras duras blancas, sin un solo hueco. El aire era denso y caliente, se
respiraba la radiación. Los doctores, obviamente, disfrutaban de aire fresco,
con sus máscaras caras y su ropa limpia. Pero los pacientes ya no nos
preocupábamos por respirar.
“Mamá, ¿a dónde vamos?”
“A que nos curen, bebé.”
“¿Al doctor?”
“Algo así.”
Sólo
llegamos once. La señora no lloró cuando tuvo que dejar a su hija pálida y fría
en el carro. Al abrir la puerta del carro, la luz nos cegó. La torre era tan
alta que no se veía dónde terminaba. Frente a nosotros, los doctores abrían con
cuidado los diferentes candados de la puerta de acero. “Babel” estaba escrito
encima, gastado pero legible.
Adentro
nos examinaron otros doctores. Nos midieron el pulso, miraron los ojos y la
lengua, y sacaron sangre sin mucho cuidado. Palabras monótonas nos asignaban un
número, nos indicaban una puerta y nos echaban con prisa. Los muros del primer
piso eran blancos, blanquísimos, impecables. No había ventanas y las luces
artificiales sustituían al sol con un brillo estéril y muerto.
“Tienes suerte, chibolo,” comentó el doctor que me examinó
“La radiación te arregló el corazón, mira tú.”
Me
mandaron al piso seis. Fui el único de mi grupo en ese cuarto. Mi nivel de radiación no era tan serio,
había comentado un doctor, el único que demostró algún sentimiento. Todavía, agregó con una risita. Al
entrar, aún más médicos, enmascarados como siempre, se encargaron de mí. Me
pusieron una camisa de fuerza y me metieron a un cuarto con varias personas
más. Todos portábamos lo mismo, a pesar de que ninguno tuviera la fuerza para
moverse. Las paredes eran de piedra blanca, apestando a químicos, excepto una,
que era de espejo. Cada vez éramos menos persona y más muerto, pálidos por la
falta de sol y esqueléticos por la falta de comida. Pasaban los días y lo único
que parecía mantenernos vivos eran las inyecciones hediondas y aceitosas que
nos ponían, religiosamente, cada seis horas. No se molestaban en cambiar de
jeringas entre los pacientes. No habían baños, al principio nos cagábamos
encima, pero dejó de ocurrir porque no nos daban de comer. En algún momento
alguien se atrevió a protestar. Su cara se me hacía conocida, había sido algún
político importante antes de la radiación. La plaga no distinguía. Ricos,
pobres, famosos, miserables, los que caían se quedaban así.
Los
tres doctores del pabellón estallaron en carcajadas, aunque no pudiéramos
verles las caras.
“Ya no son humanos,” se burlaban “ya no tienen derechos.
Agradezcan que los mantengamos vivos. Con como está el mundo, tienen suerte de
tener un techo y remedios.”
Después
de poco, nos llevaron a un cuarto blanco, uno por uno. Fue la primera vez en
mucho tiempo que tenía algo espacio, aunque no pudiera moverme para disfrutarlo.
Sombras borrosas se movían alrededor mío, entre las jeringas, pinceladas en el
lienzo invernal de los muros. Las sombras alternaban con una luz cegadora,
alguna prueba o experimento. No decían nada, nadie explicaba nada, yo era ahí
otro conejo de indias, una víctima malagradecida. No preguntaba nada, tampoco,
porque me tenían demasiado sedado. Parpadear parecía un esfuerzo, pero no podía
mantener los ojos cerrados. No quería perderme el baile hipnotizante de las
sombras. Nos llevaban al cuarto blanco una vez por semana, o eso escuché decir
a un doctor. Era mi única forma de sentir el tiempo que pasaba.
En
el cuarto grande del pabellón, donde tenían a todo el grupo apretado como un
rebaño de ovejas, me miraba algunas veces al espejo. La parte de mi cerebro que
no estaba adormecida por los sedantes me hacía notar que, poco a poco, me veía
mejor. Algunos de mis compañeros también. Mi pelo había crecido, seguía
flacucho y frágil y mis ojos todavía estaban teñidos de amarillo, pero
lentamente volvía a un aspecto más sano.
“Es por lo que hacemos con tu corazón,” presumió alguna vez
un doctor, al verme casi alegre con mi reflejo “Son experimentos, pero no somos
idiotas. No nos conviene perder especímenes porque sí.”
A
pesar de su orgullo, varios enfermos morían día a día, y varios más llegaban
cada día para remplazarlos. Se volvió ridículo intentar conversar, no sabías
cuándo moriría tu vecino. Era mejor ahorrarte el dolor. Quizás cuatro o cinco
sobrevivieron el mismo tiempo que yo. Los recién llegados parecían siempre más
frágiles y efímeros que los del día anterior, hasta que un día no llegó
ninguno. El día que nos propusieron salir de Babel.
Un
reto simple: Los que llegaran a la cima serían curados, y los sacarían de ahí. Los
que no llegaran… El presupuesto ya no alcanzaba para mantenernos, así que los
doctores no dudarían en hacer “recortes”.
Por
supuesto, nadie sabía cuántos pisos tenía Babel, si es que terminaba en algún
lugar. Los enfermos nunca salían de su pabellón, y en mi breve tiempo en el primer
piso cuando llegué, miré hacia arriba y la torre me pareció infinita. Pero
estábamos dispuestos a arriesgarnos.
Los
ascensores necesitaban una clave, así que estaban fuera de nuestro alcance.
Tendríamos que usar las escaleras. Eso redujo drásticamente el número de gente
en la “competencia”: Muchos murieron de agotamiento después de algunos pisos.
Los que se quedaban atrás eran asesinados a palazos por los doctores. Algunos
grupos se armaron, asociados para eliminar a los rivales, pero fracasaban por desconfianza
y miedo. Todos nos habíamos vuelto paranoicos. Diferentes pabellones se
mezclaban en los cientos, no, miles, no, millones de pisos. Radiación, lepra,
SIDA, cáncer, todos sufríamos de algo distinto y nos arremolinábamos hacia
arriba buscando la cura. Algunos consiguieron armas, otros tenían la ventaja de
las drogas que les habían dado. Mataban a sangre fría.
Pero
el peor obstáculo eran los enfermeros del escuadrón antivicio. Llevaban
máscaras que les cubrían toda la cara, y túnicas blancas impecables. Verlos era
sentir el verdadero terror, la adrenalina, lo único que habíamos sentido en
mucho tiempo. No teníamos opciones, sólo correr o escondernos. Algún pobre
iluso intentó pelear contra ellos. Vi entre sombras cómo le trituraban el
cráneo con las botas. Cuando uno se les escapaba, le lanzaban agujas.
Atravesaban la piel, el músculo, el hueso y el alma. Nunca fallaban. No los
habíamos visto antes de la carrera, pero todos habíamos oído hablar de ellos.
Encontrarlos – o peor aún, enfrentarlos – era simplemente suicidio.
Me
tomó más tiempo del que podría haber imaginado llegar al techo. Sin los
experimentos, ya no medía los días. Cuando llegué, no sentía mis piernas, y me
di cuenta de algo que el miedo y la adrenalina no me habían permitido ver
antes. Arriba esperaban dos helicópteros… Y solamente dos. Cientos de enfermos
habían sobrevivido a la carrera animal de llegar arriba, entre miles muertos en
el piso de la torre. Pero los doctores sólo prepararon dos helicópteros, quizás
esperando que no lleguen tantas personas, o quizás como un chiste de mal gusto.
Corrí
hacia uno a pesar del agotamiento, a pesar del dolor en todo mi cuerpo. El
conductor señalaba a los pacientes que ya no entrarían muchos más, y apuré mi
paso a pesar de creerlo imposible. Sentí el crujir de huesos bajo algunos
pasos, pero ya no me importaba. Antes me había mantenido neutro hacia mis
compañeros, ahora, una rivalidad enfermiza me absorbía. A dos pasos del
vehículo, la puerta se cerró y el sonido de las hélices me ensordeció. Se iba.
Volteé angustiado, soñando con alcanzar el otro, y los cientos que quedaban
arriba hicieron lo mismo. Mientras el primer helicóptero despegaba, el segundo
se cerraba. Los doctores entraban en pánico al ver a los pacientes, cada vez
más salvajes y deshumanizados, abalanzarse sobre ellos. Intenté unirme a la
masa, un instinto me decía que necesitaba estar ahí, intentar escapar.
Una
mano misteriosa se posó sobre mi hombro, cálida, oscura, y lo más humano que
había sentido en los últimos menes, y cuando me volteé a mirar al dueño, vi la
única sonrisa sincera en toda mi estancia en Babel. Me detuve a mirar cómo los
demás corrían hacia la máquina, pero yo permanecí quieto. En el caos, vi a lo
lejos cómo el segundo helicóptero intentaba despegar y caía de la torre con
infectados aferrados desesperadamente. No escuchamos cómo golpeaba el suelo,
pero estuvo claro que no se levantó.
Los
sobrevivientes del techo nos miramos entre nosotros, sorprendidos. Habíamos
aplastado, atropellado, asesinado, ¿para qué? Seguíamos enfermos, desesperados
y ahora culpables. Una puerta se abrió y salieron más doctores. Los seguimos
mecánicamente, y se me escapó una carcajada. El camino hacia abajo lo hicimos
en los ascensores, pero vimos que los cuerpos ya no estaban.
Bajamos
más pisos de los que habíamos subido, o eso sentí. Las luces de los ascensores
no dejaban ver nada, su brillo blanco era enceguecedor. Sonreí para mí mismo.
Había matado gente. Moribunda, enferma, repugnante y miserable, pero gente.
Había asesinado por crueldad, por egoísmo. Pero sobreviví, al fin y al cabo. Me
reí, pero ningún ruido salió de mi garganta, no podía moverme, estaba
congelado, paralizado en la luz blanca del ascensor. Pero reí de todos modos.
Y en
un abrir y cerrar de ojos, habíamos llegado. Llevaba camisa de fuerza de nuevo,
y ahora además cadenas. Todo estaba oscuro, y no sentía a nadie a mi alrededor.
Ni doctores, ni enfermeros, ni moribundos.
“¿No te apena?” saludó una voz metálica “No has escapado.”
“Pero estoy vivo,” respondí. “y ellos no.”
“¿Prefieres estar vivo en la miseria? ¿No quieres ser
libre?”
“Seré libre. Saldré de acá algún día.”
“La libertad no existe.”
“Existe afuera.”
“Afuera no hay nada.”
“Afuera están los ricos, los sanos y los que tienen
esperanza.”
“Afuera no
existe. Estás solo. Todo lo que has creído hasta ahora era una mentira. Han
muerto todos los demás. Estás solo.”
“Mentira. Quedan los doctores y los enfermeros.”
“No existen. Son Babel. Soy yo.” aunque la voz no venía de
ningún lado, y no podía ver nada, estuve seguro de sentir una sonrisa “Espero
que disfrutes estando vivo.”
No
me importó realmente. Podía estar en Babel, o en mi casa, o en Marte. Podían
existir billones de personas, o solamente yo. Pero estaba vivo. Era el último.
Y estaba vivo.
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