Sin una palabra, le serví el té. Ella no había dicho nada, yo tampoco, así que no lo notó. Pero le serví más y más y, de haber podido, le habría dado todo.
“Quédatelo todo. Yo no lo quiero.” pensé.
Yo no podía tomar té. Me gustaba, pero rompía todas las teteras, o las dejaba reventar con el calor del agua y el aroma de las hojas. Así que imaginaba cómo le servía el té a ella. Me dolería verla llevárselo a los labios, pero así era mejor, porque yo rompía siempre la porcelana, y me cortaba los dedos con las piezas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario