domingo, 20 de diciembre de 2015

La Máquina



La máquina rebota su brazo de forma errática, agitando la enorme aguja reluciente en el aire putrefacto. Sus articulaciones crujen y chillan entre el óxido y los fluidos secos.

La mujer confía a pesar de sí misma, encadenada a la máquina. Desde una pantalla la mira un lobo. Mira a cualquier lugar menos al filo tembloroso del metal, posando su vista en cada mancha roja en el piso. Escucha las gotas chocar contra la ventana del edificio desagradable.

Todo se llena de agua.





Sale a la calle temblorosa, con las piernas y el abdomen cubiertos de sangre y anestesia derramada, y arde pero ella se siente agradecida. Es una de pocas. La mayoría queda paralizada o muere. Es un riesgo que se toma por la discreción.

Las drogas son fuertes y el “doctor” no se preocupó por darle un descanso para que se pase el efecto. Apenas puede levantarse, el hombre del otro lado de la máquina la guía a la puerta con fría certeza, tomando el dinero con una de las garras oxidadas y cerrando bruscamente tras de ella. Se resbala al suelo mojado un minuto, preguntándose si debería llamar a su familia. Teme que la llamada sea rastreada, que sea vista paseando por ahí, y decide volver caminando.

Hoy la noche la bendice, y una vez más es una de pocas. Llega a casa en una pieza, temblorosa y con náuseas, y corre al baño ignorando la indiferencia de su familia.

Pone a correr el agua caliente, echa llave a la puerta y reza para que no la interrumpan. El mundo le da vueltas mientras se mira al espejo, las pupilas como agujeros negros absorbiendo todo alrededor. El clavel de la culpa florece en su estómago como una primavera negra, la cara del lobo grabada en su mente, riendo, riendo, riendo…

No se da cuenta de que se ha sumergido en el agua caliente hasta que abre los ojos. Le quema pero se queda quieta. El reflejo de su cuerpo parece serpentear ante sus ojos, brillando en curvas inhumanas, como una pesadilla en pleno día. Cada línea le forma un vacío en el corazón y siente que se atraganta con el aire. No puede más.

La cuchilla de afeitar ya no se desliza suavemente como lo hacía en su piel. Cruza torpemente, dejando un rastro oscuro que gotea al agua.

La mujer rompe a llorar al ver sus brazos y sus piernas. El clavel de la culpa se pinta de rojo. Ella se echa boca abajo, dejándose llevar por el sonido del agua en sus oídos, entrando por su boca, como explorándola. Cómo odia sentirse como una aventura.

Todo se llena de agua.

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