lunes, 28 de mayo de 2012

El Dios


Escaleras, escaleras. Subían y subían. Abajo se veía el cielo. Arriba no había nada. Yo seguía subiendo, subiendo, subiendo, pero no llegaba a nada.

Hasta que llegué.

El cielo debajo mío ya no estaba. El vacío encima tampoco. Alrededor, todo era de cristal, hasta el aire.

Sentado en una silla de cuero me esperaba Él.

Me esperaba Dios.

“¿Qué buscas, hijo mío?” preguntó

No tenía voz, no existía, sólo estaba y yo lo podía escuchar. Dios estaba frente a mí, aunque no lo veía, su silla me daba la espalda.

Mil dudas me abrumaron. Era Dios. ¿Quién era? ¿Qué era? ¿Cómo se veía?

Millones de preguntas de toda la historia eran ahora irrelevantes.

Deseaba en silencio que se voltee. Lo deseaba más que nada antes.

Como leyéndome la mente, se giró.

El crujido de su asiento era mi grito de terror.

Frente a mí estaba la criatura más espantosa de los cielos y los fuegos.

Su cara se retorcía con los trecientos pecados que ocultaba, con todas sus hipocresías, con todos sus crímenes.

Guardaba todo. Guardaba la ira humana, la pena, el odio, el placer, la venganza.

Náuseas y debilidad me invadieron. Ése era mi Dios.

“¿Qué buscas, hijo monstruo?” preguntó

En ese momento reconocí la cara del dios. Era yo.

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