miércoles, 3 de octubre de 2012

Babel

Basado en un sueño ajeno.

El carro viejo en el que nos llevaban apestaba a desinfectante, y a algo más que no reconocía. Doce personas iban en el pequeño vehículo mediocre, y los que manejaban. Se decían doctores, pero tenían voces de verdugos sonrientes. No les veíamos las caras,  llevaban siempre máscaras duras blancas, sin un solo hueco. El aire era denso y caliente, se respiraba la radiación. Los doctores, obviamente, disfrutaban de aire fresco, con sus máscaras caras y su ropa limpia. Pero los pacientes ya no nos preocupábamos por respirar.
“Mamá, ¿a dónde vamos?”
“A que nos curen, bebé.”
“¿Al doctor?”
“Algo así.”
Sólo llegamos once. La señora no lloró cuando tuvo que dejar a su hija pálida y fría en el carro. Al abrir la puerta del carro, la luz nos cegó. La torre era tan alta que no se veía dónde terminaba. Frente a nosotros, los doctores abrían con cuidado los diferentes candados de la puerta de acero. “Babel” estaba escrito encima, gastado pero legible.
Adentro nos examinaron otros doctores. Nos midieron el pulso, miraron los ojos y la lengua, y sacaron sangre sin mucho cuidado. Palabras monótonas nos asignaban un número, nos indicaban una puerta y nos echaban con prisa. Los muros del primer piso eran blancos, blanquísimos, impecables. No había ventanas y las luces artificiales sustituían al sol con un brillo estéril y muerto.
“Tienes suerte, chibolo,” comentó el doctor que me examinó “La radiación te arregló el corazón, mira tú.”
Me mandaron al piso seis. Fui el único de mi grupo en ese cuarto. Mi nivel de radiación no era tan serio, había comentado un doctor, el único que demostró algún sentimiento. Todavía, agregó con una risita. Al entrar, aún más médicos, enmascarados como siempre, se encargaron de mí. Me pusieron una camisa de fuerza y me metieron a un cuarto con varias personas más. Todos portábamos lo mismo, a pesar de que ninguno tuviera la fuerza para moverse. Las paredes eran de piedra blanca, apestando a químicos, excepto una, que era de espejo. Cada vez éramos menos persona y más muerto, pálidos por la falta de sol y esqueléticos por la falta de comida. Pasaban los días y lo único que parecía mantenernos vivos eran las inyecciones hediondas y aceitosas que nos ponían, religiosamente, cada seis horas. No se molestaban en cambiar de jeringas entre los pacientes. No habían baños, al principio nos cagábamos encima, pero dejó de ocurrir porque no nos daban de comer. En algún momento alguien se atrevió a protestar. Su cara se me hacía conocida, había sido algún político importante antes de la radiación. La plaga no distinguía. Ricos, pobres, famosos, miserables, los que caían se quedaban así.
Los tres doctores del pabellón estallaron en carcajadas, aunque no pudiéramos verles las caras.
“Ya no son humanos,” se burlaban “ya no tienen derechos. Agradezcan que los mantengamos vivos. Con como está el mundo, tienen suerte de tener un techo y remedios.”
Después de poco, nos llevaron a un cuarto blanco, uno por uno. Fue la primera vez en mucho tiempo que tenía algo espacio, aunque no pudiera moverme para disfrutarlo. Sombras borrosas se movían alrededor mío, entre las jeringas, pinceladas en el lienzo invernal de los muros. Las sombras alternaban con una luz cegadora, alguna prueba o experimento. No decían nada, nadie explicaba nada, yo era ahí otro conejo de indias, una víctima malagradecida. No preguntaba nada, tampoco, porque me tenían demasiado sedado. Parpadear parecía un esfuerzo, pero no podía mantener los ojos cerrados. No quería perderme el baile hipnotizante de las sombras. Nos llevaban al cuarto blanco una vez por semana, o eso escuché decir a un doctor. Era mi única forma de sentir el tiempo que pasaba.
En el cuarto grande del pabellón, donde tenían a todo el grupo apretado como un rebaño de ovejas, me miraba algunas veces al espejo. La parte de mi cerebro que no estaba adormecida por los sedantes me hacía notar que, poco a poco, me veía mejor. Algunos de mis compañeros también. Mi pelo había crecido, seguía flacucho y frágil y mis ojos todavía estaban teñidos de amarillo, pero lentamente volvía a un aspecto más sano.
“Es por lo que hacemos con tu corazón,” presumió alguna vez un doctor, al verme casi alegre con mi reflejo “Son experimentos, pero no somos idiotas. No nos conviene perder especímenes porque sí.”
A pesar de su orgullo, varios enfermos morían día a día, y varios más llegaban cada día para remplazarlos. Se volvió ridículo intentar conversar, no sabías cuándo moriría tu vecino. Era mejor ahorrarte el dolor. Quizás cuatro o cinco sobrevivieron el mismo tiempo que yo. Los recién llegados parecían siempre más frágiles y efímeros que los del día anterior, hasta que un día no llegó ninguno. El día que nos propusieron salir de Babel.

Un reto simple: Los que llegaran a la cima serían curados, y los sacarían de ahí. Los que no llegaran… El presupuesto ya no alcanzaba para mantenernos, así que los doctores no dudarían en hacer “recortes”.
Por supuesto, nadie sabía cuántos pisos tenía Babel, si es que terminaba en algún lugar. Los enfermos nunca salían de su pabellón, y en mi breve tiempo en el primer piso cuando llegué, miré hacia arriba y la torre me pareció infinita. Pero estábamos dispuestos a arriesgarnos.
Los ascensores necesitaban una clave, así que estaban fuera de nuestro alcance. Tendríamos que usar las escaleras. Eso redujo drásticamente el número de gente en la “competencia”: Muchos murieron de agotamiento después de algunos pisos. Los que se quedaban atrás eran asesinados a palazos por los doctores. Algunos grupos se armaron, asociados para eliminar a los rivales, pero fracasaban por desconfianza y miedo. Todos nos habíamos vuelto paranoicos. Diferentes pabellones se mezclaban en los cientos, no, miles, no, millones de pisos. Radiación, lepra, SIDA, cáncer, todos sufríamos de algo distinto y nos arremolinábamos hacia arriba buscando la cura. Algunos consiguieron armas, otros tenían la ventaja de las drogas que les habían dado. Mataban a sangre fría.
Pero el peor obstáculo eran los enfermeros del escuadrón antivicio. Llevaban máscaras que les cubrían toda la cara, y túnicas blancas impecables. Verlos era sentir el verdadero terror, la adrenalina, lo único que habíamos sentido en mucho tiempo. No teníamos opciones, sólo correr o escondernos. Algún pobre iluso intentó pelear contra ellos. Vi entre sombras cómo le trituraban el cráneo con las botas. Cuando uno se les escapaba, le lanzaban agujas. Atravesaban la piel, el músculo, el hueso y el alma. Nunca fallaban. No los habíamos visto antes de la carrera, pero todos habíamos oído hablar de ellos. Encontrarlos – o peor aún, enfrentarlos – era simplemente suicidio.
Me tomó más tiempo del que podría haber imaginado llegar al techo. Sin los experimentos, ya no medía los días. Cuando llegué, no sentía mis piernas, y me di cuenta de algo que el miedo y la adrenalina no me habían permitido ver antes. Arriba esperaban dos helicópteros… Y solamente dos. Cientos de enfermos habían sobrevivido a la carrera animal de llegar arriba, entre miles muertos en el piso de la torre. Pero los doctores sólo prepararon dos helicópteros, quizás esperando que no lleguen tantas personas, o quizás como un chiste de mal gusto.
Corrí hacia uno a pesar del agotamiento, a pesar del dolor en todo mi cuerpo. El conductor señalaba a los pacientes que ya no entrarían muchos más, y apuré mi paso a pesar de creerlo imposible. Sentí el crujir de huesos bajo algunos pasos, pero ya no me importaba. Antes me había mantenido neutro hacia mis compañeros, ahora, una rivalidad enfermiza me absorbía. A dos pasos del vehículo, la puerta se cerró y el sonido de las hélices me ensordeció. Se iba. Volteé angustiado, soñando con alcanzar el otro, y los cientos que quedaban arriba hicieron lo mismo. Mientras el primer helicóptero despegaba, el segundo se cerraba. Los doctores entraban en pánico al ver a los pacientes, cada vez más salvajes y deshumanizados, abalanzarse sobre ellos. Intenté unirme a la masa, un instinto me decía que necesitaba estar ahí, intentar escapar.
Una mano misteriosa se posó sobre mi hombro, cálida, oscura, y lo más humano que había sentido en los últimos menes, y cuando me volteé a mirar al dueño, vi la única sonrisa sincera en toda mi estancia en Babel. Me detuve a mirar cómo los demás corrían hacia la máquina, pero yo permanecí quieto. En el caos, vi a lo lejos cómo el segundo helicóptero intentaba despegar y caía de la torre con infectados aferrados desesperadamente. No escuchamos cómo golpeaba el suelo, pero estuvo claro que no se levantó.
Los sobrevivientes del techo nos miramos entre nosotros, sorprendidos. Habíamos aplastado, atropellado, asesinado, ¿para qué? Seguíamos enfermos, desesperados y ahora culpables. Una puerta se abrió y salieron más doctores. Los seguimos mecánicamente, y se me escapó una carcajada. El camino hacia abajo lo hicimos en los ascensores, pero vimos que los cuerpos ya no estaban.
Bajamos más pisos de los que habíamos subido, o eso sentí. Las luces de los ascensores no dejaban ver nada, su brillo blanco era enceguecedor. Sonreí para mí mismo. Había matado gente. Moribunda, enferma, repugnante y miserable, pero gente. Había asesinado por crueldad, por egoísmo. Pero sobreviví, al fin y al cabo. Me reí, pero ningún ruido salió de mi garganta, no podía moverme, estaba congelado, paralizado en la luz blanca del ascensor. Pero reí de todos modos.
Y en un abrir y cerrar de ojos, habíamos llegado. Llevaba camisa de fuerza de nuevo, y ahora además cadenas. Todo estaba oscuro, y no sentía a nadie a mi alrededor. Ni doctores, ni enfermeros, ni moribundos.
“¿No te apena?” saludó una voz metálica “No has escapado.”
“Pero estoy vivo,” respondí. “y ellos no.”
“¿Prefieres estar vivo en la miseria? ¿No quieres ser libre?”
“Seré libre. Saldré de acá algún día.”
“La libertad no existe.”
“Existe afuera.”
“Afuera no hay nada.”
“Afuera están los ricos, los sanos y los que tienen esperanza.”
Afuera no existe. Estás solo. Todo lo que has creído hasta ahora era una mentira. Han muerto todos los demás. Estás solo.”
“Mentira. Quedan los doctores y los enfermeros.”
“No existen. Son Babel. Soy yo.” aunque la voz no venía de ningún lado, y no podía ver nada, estuve seguro de sentir una sonrisa “Espero que disfrutes estando vivo.”

No me importó realmente. Podía estar en Babel, o en mi casa, o en Marte. Podían existir billones de personas, o solamente yo. Pero estaba vivo. Era el último. Y estaba vivo.

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